miércoles, 11 de enero de 2012

De chêne

Los hombres del flete, cargaban los muebles descaradamente en el camión. En ningún momento se detenían a pensar que cada mueble iba acompañado de un recuerdo y que pesaba más que el propio objeto inerte.
La casa se vaciaba lentamente, los recuerdos de la misma, se paseaban por la cocina y el living.
En la habitación de los hermanos, el viejo monstruo que vivía detrás del ropero había sufrido un desalojo, premonitorio desenlace ya que desde años atrás, nadie creía en él.
La casa vacía trajo consigo el eco de las palabras, las mismas llegaban mejor a los oídos de la familia, mejorando incluso, la comunicación entre ambos integrantes.
La familia miraba para todos lados, grabando cada rincón del hogar en sus memorias.
No hacía falta explicar cada uno de los rincones con sólo pasar las manos por las paredes, los poros absorbían lo que cada uno quería llevarse.
Una capa de Cerecita para cada integrante de corazón húmedo, pensaba el chofer del flete mientras ponía el camión en marcha, largando una densa capa de humo blanco.
La vereda en donde los niños habían aprendido a caminar y en la que sus abuelos se sentaban a tomar mate con cascarillas de limón, ya no estaba.
Los vecinos curiosos caminaban con los pasos más cortos cuando pasaban por el frente, los que se quedaban sollozando en la vereda, antes de la partida, calculaban cuanto tardarían en irse, ya que, habían puesto en el horno un bizcochuelo para recibir a los nuevos vecinos.
Tres perros, un canario, un hamster y dos teros quedarían enterrados en el jardín.
El patio solitario y misterioso, único testigo de la última noche que la familia pasó bajo las estrellas repartiendo pedazos de cielo, estaba quieto.
En los límites del hogar, se encontraba plantado plácidamente un frondoso roble.
Los hermanos, aún chicos y con los mocos colgando, colocaron la semilla con una vieja asada corroída por los años.
El roble, con el tiempo, se había transformado en la última línea de sangrientas batallas contra indios y naves espaciales que osaban surcar el territorio en busca de doncellas hermosas o gigantes tesoros.
La melancolía inundaba el patio, el roble, viejo de edad, pero con sus mismas mañas, presentía algo raro.
Los hermanos, mientras lo contemplaban, imaginaban que lentamente sacaba sus frondosas raíces a la superficie y los acompañaba en una nueva aventura.
Pero no, la cruel gravedad que todo lo tira para su egoísta centro, lo dejó ahí, esperando en los límites del hogar, una nueva aventura.
La casa estaba vacía, todos los muebles estaban acomodados en el semi del camión, el conductor, quejoso por el calor y por naturaleza los observaba extrañado.
Los cuatro, salieron por la puerta principal.
Antes de cerrarla, sus manos se encontraron en el viejo picaporte de bronce marcado por los años.
El menor de la familia, mientras subía al semi para sostener los muebles, imaginaba que los espíritus que aún habitaban en la casa, los saludaban a los cuatro por la cerraduras, mirillas y ventanas del frente de la misma y los perros, enterrados años atrás en el patio, rompían el umbral de la muerte y corrían alrededor del viejo camión Mercedes.
El mayor, con el ceño fruncido mientras con la mirada recorría por última vez el frente, pensó en el roble y de cómo había hecho para entrar en su bolsillo, convertido en semilla.

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